Yamilet Herrera / Fotos: Héctor Andrés Segura
Cada mañana, las mujeres del caserío El Caimito, cerca de Bobare, suben los cerros a buscar guarataro, la piedra blanca que más tarde, en casa, muelen para amasar con la arcilla. Un golpe en la tierra resulta en un estallido de fragmentos que las manos ásperas van amontonando, se echan el saco sobre los hombros y bajan a pasos lentos, saboreando el calor, sin recriminarle nada a la vida.
Rato después, en el patio, todo está dispuesto para empezar la labor que comparten con sus esposos e involucra a toda la familia.
Los hornos son tendidos de leña sobre el suelo. Queman la piedra y la majan con rocas más fuertes, rodillos o pilones, hasta pulverizarla, la amalgaman con la tierra roja en proporciones calculadas por el peso del quehacer. Amasan, como quien se dispone a hacer arepas, friccionan para formar gruesos cordones que acomodan como espirales. El agua y el masaje borran las fronteras entre una tira y otra.
Modelan con un plato u olla vieja, valiéndose de las destrezas de las manos y con las figuras que sugiere el imaginario. El acabado de los bordes lo consiguen frotando con hojas de algarroba. Secado al sol, pulen con caracoles que encuentran entre las grietas del suelo, testigos de que alguna vez el mar arropó esa geografía. Como un dedal, se calzan la concha y lustran. Al quemar, cubren con capirote, especie de cocuiza de la planta de cocuy. Esa malla natural le otorga manchas espontáneas, tonos oscuros e impredecibles que resaltan sobre el rojo de la arcilla... cada quema es un descubrimiento.
Así, llega la noche en un proceso inagotable, que se renueva cada mañana con la idea de un budare más grande o más pequeño, una pastichera para satisfacer caprichos, un animal, un santo, una jarra con el pico en forma de cabeza de vaca, o sabe Dios que efigie se revela en sueños.
En ese pedacito de Lara las sonrisas son buenas, los corazones nobles. Las muchachas sonríen con picardía, aún les queda tiempo para ponerse bonitas y salir a pasear con el novio. Papá y mamá comparten la tarea con la cría de chivos y la siembra de piñas. Es un pueblo singular, muchos tienen los ojos verdes y comparten los apellidos Arriechi y Arrieche. Confiesan que se casan entre primos. Allí no llegan noticias de la guerra, de conflictos políticos; el aire huele a limpio, no a monóxido de carbono; se escuchan los pájaros, no las cornetas; las casas de barro juegan con la geometría, hasta las hacen redondas. La mayoría estudia hasta sexto grado porque el liceo está en Bobare, a 20 kilómetros, el que se empeña en seguir debe salir muy temprano y llega a casa al caer la noche.
Labor amorosa
Chiquinquirá ‘chinquirá’ Arrieche es el símbolo de las loceras de El Caimito. Su historia está guardada en las páginas de los diarios, laureada por las universidades Lisandro Alvarado y Fermín Toro, el Conac, la extinta Fundacultura, y apoyada por Prosalafa. “Me siento muy orgullosa y contenta, aquí viene gente preguntando por mí, de oriente, Coro, Valencia y Caracas”. Su nombre en el mapa de la artesanía le ha permitido prosperar, arreglar la casa y construir un depósito aledaño donde acumula la producción que más tarde buscan los compradores al mayor.
La seducen los grandes formatos, inmensos jarrones, paelleras, moldes para tortas en forma de corazón, y otros tantos. Se distingue en su anaquel el garbo ingenuo de las suereras con el cuello inclinado. “Me pongo a inventar, si veo algo que me gusta lo tengo en la mente y no se me olvida hasta que lo hago”.
Su taller se llama Choza Verde número 2. ¿Por qué dos? “Porque me gustó ese nombre”. Le ha dado un vuelco al proceso para hacerlo menos laborioso y, en lugar de las tiras de arcilla en forma de espiral que luego se aplanan, hace una lámina con rodillo. Para pulir no usa sólo los caracoles sino bolsas o potecitos plásticos que frota contra el objeto. Lo que no tiene concesiones es la calidad, “que quede firme y bien sellada”. Aviva el fuego con leña de caudero, hacho y amargoso que aseguran hermosas tonalidades.
Las lozas son su vida. “Me emociona trabajar”. Recorre su obra con la mirada y expresa: “Lo he hecho yo sola, tuve a mi hijo mayor y mi esposo me dejó, lo levanté con mi trabajo. Después me volví a enamorar y parí al catirito, el hombre también me dejó. Me quedé quieta, no porfié más, me dediqué a la artesanía y en esto sí porfío”.
Sofia Arrieche es bastante conocida, tanto por su buena obra como por su simpatía. Con risa enérgica espanta el miedo a la entrevista. A las 6:00 de la mañana empieza su jornada diaria desde hace 20 años. La vocación es herencia de varias generaciones, la comparte con sus hijas, su esposo y ya la imparten al pequeño Anger, de tres años. Todos saben hacer cualquier pieza, pero tácitamente se distribuyen las formas que les son más cómodas: una hace las ollas y platos; otro se ocupa de las paelleras y otra más de cafeteras y mondongueras. “Siempre es bonito poder hacer algo que a la gente le guste”, expresa Delia, una de las hijas.
Coromoto Arrieche crea vasijas tradicionales, pero le gusta innovar. “Las pasticheras fueron una idea que se nos ocurrió, armamos algo y salió”. Antes de casarse limpiaba piñas en las montañas para venderlas en Bobare, pero después, el amor la enseñó. “Fue difícil, lo más complicado era armar, buscar que me saliera algo de ahí. Lo primero que hice fue una mondonguera, vi que era lo más fácil, pero me costaba, la pieza agarraba aire. Ahora, gracias a Dios, hago 50 en un día, yo sola, es que después de que aprendí es fácil”. Observa su trabajo y expresa: “Tan bello todo”. Confirma la especie de que las vajillas de barro cambian el sabor de las comidas. “La gente dice que es más sabroso, pero no sé en qué le ‘jayan’ gusto”.
Olga Coromoto Bracho recuerda que su inquietud por la arcilla comenzó cuando vio trabajar a Zoila Arrieche, familiar de su esposo. “Me dije: ‘yo también puedo y tengo que aprender’. Empecé con tazas y sartencitos, me quedaron buenos de una vez, tengo buena mano”. Revela el secreto para probar la calidad: “Que se oiga bien, clarito, como ‘tin, tin, tin’, si suena sordo puede estar rajada”. Creó las tizaneras, un juego con jarra, cucharón para servir y seis tazas.
[El Informador]
Hombres a la masa
Hace años a los hombres no los dejaban entrar a la cocina, era cosa de mujeres, pero el paso del tiempo les ha hecho disfrutar la creación de una vasija. Hoy los envuelve ese oficio. Douglas Arriechi es sólo un ejemplo. Elabora objetos utilitarios y esculturas. “Me enseñó mi mamá a los 12 años. La idea de las imágenes era hacer un pesebre grande pero no se me dio, por falta de tiempo. Conservo a la virgen María y en la temporada hago el nacimiento pequeño”. Su creación es amplia: “No he tenido ningún objetivo claro, pero lo que me propongo lo hago”.
A José Arrieche no le ha hecho falta la luz de sus ojos para moldear la arcilla, de su interior emana un fulgor que le indica formas y texturas. Produce más budares que ollas. “Los hago bien grandes, hasta para 10 arepas, también ollitas en las que quedan muy buenas las caraotas. Me enseñaron las hermanas mías, ellas saben mucho de eso, fui practicando y al final me salió todo bueno”. ¿Cómo supo que el trabajo le estaba quedando bien? “Cuando toda la gente decía: ‘¡Eso está bueno!’. Me sentí muy contento, tenía como 13 años”. Mientras habla, se cubre la cara con sus largos dedos, como para que no se desborde el escarlata de su timidez. Sin embargo, se revela enamorado de la arcilla. “Como si fuera una mujer bonita” a la que acaricia y moldea, ratifica. Como él, Arcángel Arrieche también es invidente y artesano, pero cuando llegan extraños se esconde.
[El Informador]
Me ha encantadado este post...Felicitaciones
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