En la huella de la alpargata está impresa la vida sencilla, el andar campesino, misionero, o la rítmica pisada de un baile sabroso. Herencia occidental, en América es aliada de jornadas veraniegas, sostiene los pies de hombres y mujeres y hasta sabe lucir coqueta. La tradición del tejido sigue siendo artesanal
El calzado se ha puesto pretencioso y la tradicional alpargata, sobre las que hombres y mujeres bailaban en festines públicos, la que lucía el bien vestido enamorado para causar buena impresión, esa que acompañaba al hombre del campo y de la ciudad naciente en sus faenas, ha quedado para actos culturales, indumentaria de jornaleros o vestimentas irreverentes.
El calzado se ha puesto pretencioso y la tradicional alpargata, sobre las que hombres y mujeres bailaban en festines públicos, la que lucía el bien vestido enamorado para causar buena impresión, esa que acompañaba al hombre del campo y de la ciudad naciente en sus faenas, ha quedado para actos culturales, indumentaria de jornaleros o vestimentas irreverentes.
Dicen que la alpargata tiene su origen en la sandalia egipcia, en la que se inspiraron, luego, los romanos para elaborar su pantufla cubierta y proteger el pie del sol recio y el calor inclemente. La fusión de culturas la llevó a España y la colonización la trajo hasta América. Los misioneros cumplían sus largas jornadas cómodamente calzados.
En el país comenzaron a surgir pequeños talleres familiares. Con el paso del tiempo éstos han desaparecido y es una fortuna encontrar alguno. El oficio se fue quedando en la memoria y las ganas de otra generación. Sin embargo, no está lejos el recuerdo de la bodega La Estrella, en Barrio Nuevo, donde José Tarlicio Herrera tenía su pequeña fábrica y después exhibía la producción en una pared ancha en la que se cruzaban tamaños y colores. Del número 0 al 16. Es incomprensible aún cómo a menor numeración más grande la horma.
Hoy es posible encontrarlas en el viejo mercado El Manteco, en tiendas de objetos populares o en los campos donde aún se mantiene el oficio solitario. En El Caimito, caserío de Lara, en la parroquia Aguedo Felipe Alvarado, se cuentan unos pocos que mantienen la tradición del tejido. Allí, en un patio soleado, protegido por la sombra escasa de un cují, tienen sus implementos Rafael Sánchez y su esposa Zuleima Rodríguez. Comparten la tarea, ella en una máquina de fabricación artesanal —tan pequeña que se coloca sobre una mesa— de la que saltan alambres entre los cuales se cruzan los hilos.
Las hebras van saliendo de los ovillos que recoge después de deshilvanar el nylon y seleccionarlo por colores. Antes sólo se usaba hilo pabilo, pero el costo y la escasez los hicieron cambiar de material. “Además, el nylon es más resistente”, asegura. Mueve el pedal para activar el mecanismo y cada cierto tiempo hace una pausa para meter una aguja de madera, tramar una hilera de color y variar la forma del tejido. De allí sale el “capellá”, la tela que cubre el pie, y el talón, la tira que ajusta detrás.
Después, él corta la goma de caucho, hace las incisiones por donde inserta el tejido, y arma. Produce dos o tres docenas en un día, “depende del encargo”. Cuenta que su fabricación va sobre todo hacia los llanos, donde la alpargata es aliada de faenas bajo la lluvia.
Su instructor, y el de muchos en la zona, fue Gregorio Parra. “Soy un maestro completo, hago sillas, mesas, toco violín y soy barbero”, expone. Lo de las alpargatas comenzó cuando tenía 25 años y ahora tiene 74. “Trabajábamos con suela, valía dos bolívares el kilo, pero ahora cuesta 25 mil, entonces se hace con goma. También el pabilo se puso muy caro y se sustituyó por nylon. Y es más resistente, meten los pies en esos barriales y no se deslizan ni se las come el agua”. Ahora hace pocas y por distracción. Desde que empezó la monería del zapato sólo las usa para estar en casa, con los pies cómodos y frescos.
Alguien más nos muestra con modesto orgullo su producción. Es María Elena Arrieche, quien comparte la tarea con su esposo, José Ramón Arrieche. Dedica cada mañana a ajar el hilo, teñirlo si es necesario, y urdirlo en su maquinita artesanal. “Me siento productiva, creativa, me pongo a inventar bordes y formas del tejido. Quiero hacerlas más coquetas pero ahorita no tengo los recursos y hay dificultad para conseguir el hilo”.
“Mirar a los demás”, es el abecé. Esa mirada escrutadora ha permitido que el hilo de la tradición haya corrido hasta nuestros días, siga urdiendo el noble oficio del alpargatero y la suave pisada de la pantufla artesanal. L
Ayer y hoy
El recuerdo devuelve a las mujeres de antaño vistiendo faldones y alpargatas, apenas se les veía la piel. Al contrario, las damas de hoy dejan poco a la imaginación. De cualquier modo “todo el tiempo son bonitas”, coinciden los varones.
En el pasado, solían verse las
alpargatas con una “amapolita”
de color contrastante encima,
para resaltarla. Los tradicionalistas sostienen que ese detalle
corresponde a la cultura wayúu, pero le es ajeno al baile del tamunangue porque enreda la falda. Algunas variedades la presentan con cubierta de lona y base de cocuiza u otra fibra vegetal.
En ese modelo parece inspirarse la sandalia de moda, con tacón tejido y trenzas enlazadas en la pantorrilla.
Fuente: El Informador
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