El vagón hace para ellos las veces de escenario. Poco importa la ausencia de luces, sonidos o tarima. Hay público. Y si hay gente, también puede que haya aplausos. Por ello, el Metro de Caracas se ha convertido —para agrado de unos y disgusto de otros- en una plataforma para exponer el talento musical. Algunos de una calidad sorprendente. Otros, no tanto. Igual, todos sueñan con ser descubiertos por un famoso “manager” que saque su música del subterráneo
Por Mirelis Morales Tovar / @mi_mo_to —
Fotografía: Eduardo Fuentes
Revista Sala de Espera 8º Aniversario
Un tren entra. Otro se va. Mucha gente sale de los vagones. Y otro tanto intenta meterse. Pasajeros cruzan de un lado a otro del andén. Suben o bajan por las escaleras. Entran o salen por los torniquetes. Más de 1,8 millones de usuarios diarios vienen y van. Van y vienen.
En medio de esa imparable movilización, un chico -23 años, ojos verdes, cara alargada y cabello de corte indefinido- saca un violín y comienza a tocar una pieza de música instrumental venezolana que envuelve en un aura a quienes estamos a su alrededor y nos aleja de ese incontrolable fluir de gente.
Poco le importa que su escenario no tenga luces. Ni tarima ni sonido. Tampoco un público atento a su repertorio. Alexander está inspirado en lo suyo. Y Milagros, su compañera con la que formó hace casi año y medio el grupo Obelisco Pro, le sigue con la guitarra en su interpretación.
“Nos conocimos aquí en el Metro”, cuenta la joven de 23 años, de piel blanca y cabello oscuro. “Yo tocaba con otro chico, pero después él se independizó. Así que nos quedamos Alexander y yo. Al principio, tocábamos -yo la guitarra, él la mandolina- y cantábamos. Ahora, somos un dúo netamente instrumental. Él me acompaña con la mandolina o a veces el violín, el cual aprendió a tocar aquí”.
Ellos se presentan ante su público —muchas veces ajetreado, cansado o de mal humor- casi todos días. Por lo general, en las mañanas. De 9 a 12 del mediodía, cuando se hace manejable transitar por los vagones. Tocan piezas completas, por aquello de no caer en mediocridad. Y al final, recogen las gracias materializadas en unas cuantas monedas. No esperan a que se apaguen las luces para terminar el show. Simplemente cambian de vagón.
Algunos los llaman pedigüeños, mendigos u oportunistas. Ellos -sin importar lo que digan- se identifican como músicos. “Estudio guitarra desde los 13 años”, cuenta Milagros. “Me gradué de Ingeniera en Informática. Llegué aquí por un amigo, que me pidió que lo acompañara. Me daba un poco de miedo escénico y cierto temor porque sabía que estaba prohibido. Pero no tenía trabajo y me vine (…) Aquí hemos conseguido contactos para presentarnos en bautizos, cumpleaños, entre otros. Ojalá nos consiguiéramos un caza talentos. Mientras, ahorramos para grabar un demo”.
“Esto es un trabajo bonito”, agrega Alexander, quien no se despega el violín de su cuello. “La gente te quiere y te saluda (...) Claro, hay muchos oportunistas. Gente que sólo trabaja para hacer dinero. Pero uno tiene que ser profesional hasta en el Metro. Ser educado. Estar bien presentable. Terminar la canción, aunque sepas que no siempre te van a aplaudir”.
Son tres. Un arpista. Un cuatrista. Un maraquero. No parecen músicos, a decir verdad, sino liceístas de una escuela militar, por su corte bajo y su cara de muchacho de 20, 19 y 17 años. Noto que llevan las uñas de las manos muy largas y bien cuidadas, lo que hace pensar que no sean unos principiantes en eso de tocar música llanera. Pero aún así, lucen demasiado jóvenes para ser unos diestros.
Antes de subir al tren, se preparan. Edixon Herrera saca de un bolso negro su arpa. Nada disimulada por sus dimensiones, pero al menos manejable. Fremir Díaz afina su cuatro y su hermano Freyver sacude las maracas. Ensayan en el andén por unos minutos. Pocos, pero suficientes para hacer detener a algunos pasajeros que vienen llegando a la estación Altamira provenientes de Propatria. Quieren escuchar la interpretación de los integrantes de 48 Qerdas, quienes -por lo visto- no son unos novatos.
“Siempre hemos estado vinculados a la música”, comentó Edixon. “Mi papá es de Apure. Es Llanero. Así que para mí no hubo juguetes, sino instrumentos. Me traían maracas, cuatros. Crecí en ese ambiente y me gustan las letras”, acotó. “Me inicié a los 11 años en la estudiantina”, agregó Fremir. “Estuve primero en un grupo de rock donde tocaba la guitarra. Nada que ver con la música llanera (risas). Ya después haríamos una audición en el liceo. Y fue la profesora Miraldis quien nos apoyó y nos acopló como grupo, pues hasta entonces no nos tolerábamos (risas)”.
Las ganas de ser escuchados por el público los llevo al Metro y entre Propatria-Palo Verde llevan más de un año y medio. “Cuando estás inactivo, el cuerpo te pide música y te presentas donde sea”, comentó Edixon. “Por el Metro pasa mucha gente y queremos que nos vean”, agregó Freyver. “Aquí siempre vas a conseguir cosas buenas y uno que otro contratiempo como gente que te molesta. Pero también hay gente buena, como una señora que nos ofreció la posibilidad de grabar un demo, por ejemplo”.
Saben que no son los únicos que buscan aplausos o monedas. Que la competencia en el Metro ha crecido. Pero reconocen que el boom de los músicos no es una moda, sino una muestra de las pocas oportunidades que existen para los musicos jóvenes. “En el país hay muchas personas que tienen cualidades vocales, pero no han sido reconocidas. Al menos en el Metro hay talentos que se han dado a conocer”, comentó Edixon y partió —con su arpa y sus compañeros- en dirección Propatria.
Fuente:
Revista Sala de Espera
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