jueves, julio 29, 2010

Luis Muller, pulso firme para una tarea de precisión

“El piano fue, sin duda, el hijo de una mente maravillosa”. Con esa frase, Luis Muller se prepara antes de iniciar su rutina. Con un celo increíble extiende sus herramientas antes, las revisa una a una y analiza los pasos a seguir. Observa de lejos a su paciente y poco a poco comienza a descubrir lo que para él es un mundo maravilloso, muchas veces ignorado por quienes son dueños de un piano. Seguro de que durante mil años más seguirá existiendo, la perfección de este instrumento no lo abruma.

Texto y fotos por Hans Graf




Este caraqueño que vive en Caricuao conoce el valor de la constancia como herramienta de trabajo en un oficio poco conocido. Una a una va desmontando las piezas con extremo cuidado. La tapa frontal que cede ante el destornillador queda a un lado. La mano segura deja al descubierto un cruce de cuerdas, madera, hierro forjado y bronce. Las entrañas mismas del mágico acto musical. “Es el alma lo que le da vida. Estos son los órganos”, dice al tiempo que completa el proceso de dejar al aire la intimidad mecánica de aquel instrumento. No hay tonos metálicos, ni dulces, ni fuertes que se resistan a la aguda observación de un técnico en afinación. Son miles de piezas que ceden su encanto artesanal a la precisión tecnológica y al agudo sentido que se desarrolla en esta profesión. Un ensamble magistral cabe como definición para este instrumento: “es placentero”, dice Muller.

En su profesión, tocar el piano y robarle una melodía a las teclas no es un imperativo. De hecho, no toca ni siquiera “los pollitos”, pero eso no le impide apreciar aquella obra suprema de la mente humana en su totalidad. “El sonido que de aquí salga es una maravilla”, asegura Luis, y con su manual mental repasa cada paso, se concentra al momento de ajustar cada una de las clavijas, cuerdas y teclas para lograr el trabajo perfecto. Las predilecciones por los pianos alemanes, ingleses, checos y demás europeos se fundamenta en que estos tienen “un sonido más dulce, aterciopelado”, aunque no por ello deja de reconocer las legendarias marcas americanas y japonesas, todas ellas referidas en un grueso manual lleno de datos técnicos y numeritos que permiten rastrear con precisión el año de construcción, lugar e incluso determinar la cantidad de ejemplares fabricados de un determinado modelo.

El traqueteo seco que registra el osciloscopio varía. Este sencillo instrumento, que parece más bien un antiguo radar o un vetusto marcapasos, mide la tensión de las cuerdas del piano. Tras dos horas de ardua labor, uno a uno los sonidos parecen convencerlo finalmente. No utiliza más que sus utensilios y su ingenio. La afinación de oído la pueden practicar pocos en el mundo y no necesariamente resulta la más idónea. El término lutier tampoco encaja con su profesión y, tras 22 años en el negocio, sabe que pertenece a un reducido grupo de artesanos (con alto nivel de tecnificación) que asumen en las sombras el reto de poner a tono los pianos para el deleite del público de los grandes maestros.




Simon Díaz, Juan Vicente Torrealba y Aldemaro Romero, entre otros músicos, han sido testigos de la meticulosidad de este personaje caraqueño tan exclusivo y anónimo. Una herencia en atención al cliente que le ha permitido sentarse ante los pianos de los ricos y famosos de la capital, aunque muchos de estos utilicen tan sublime instrumento para colocar retratos familiares. No está sólo y reconoce que, aunque pocas familias se dedican al oficio, existe solidaridad entre ellas.

Los golpes ya refinados tras ajustar las cuerdas dan forma a las melodías. Cada quien trabaja según su estilo. Ir del centro a la derecha del piano hacia los tonos agudos y luego a la izquierda para los bajos, depende en buena medida del técnico e incluso de las condiciones del piano. Se distribuye la presión de las cuerdas, se hace un trabajo uniforme y poco a poco se logra el objetivo. Las leyes de la física son una referencia obligada en este trabajo para lograr la tensión perfecta.

La labor artesanal es parte de su vida. En el campo existe espacio para hacer cosas originales. Piezas que no se consiguen, ajustes menores que requieren del talento, paciencia y disciplina propia de un taller dedicado a devolverle la alegría y el tono a un sublime instrumento. “Hay lugar para hacer cosas uno mismo”, asegura cuando una a una empaca sus herramientas para devolverlas a su lugar. Deja, eso sí, las fotos para los dueños, ya que pocas veces suele recordar el orden en el cual estaban.

Fascinado por el piano del Goethe Institut de San Bernardino, así como los del Teresa Carreño, el de Corp Banca, el Bosendorfer del CVA y los dos del Aula Magna, sabe siempre apreciar un buen ejemplar, aunque en muchas casas sean parte del mobiliario decorativo y se les eche de menos en los conservatorios. Un mentor, que le ha enseñado a apreciar la finura de su trabajo al poder tener un sonido pulcro y preciso, es Jerry Weil. Una de sus mejores referencias al momento de hablar no sólo de jazz, sino de la magia que representa ver cuando, una vez hecho el trabajo de darle la tensión precisa a cada cuerda y el peso perfecto a cada tecla, comienza la música.

Es un momento mágico, y su mirada cierra un ciclo que se repite semanalmente en una ciudad que, pese a todo, le da el tiempo suficiente para disfrutar de sus hijos Miguel Ángel, Amanda y su esposa Auristela, quienes ven en él al digno heredero de las enseñanzas del abuelo Carlos en un oficio que requiere orden, rigor y mucha pasión, cuya recompensa es la melodía infinita del refinado traqueteo de los blancos y negros del sublime piano.


Fuente: Revista Sala de Espera

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